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  • To: "potero" <potero@rhc.cu>
  • Subject: ARTICULO de Nicolás Ríos
  • From: Pedro Martínez Pírez <pmpirez@rhc.cu>
  • Date: Sun, 12 Nov 2006 17:38:12 -0500

Title: 11 de noviembre del 2006

11 de noviembre del 2006

LA VERDAD ES MEZCLA
¿Qué esperar del triunfo demócrata?
Por Nicolás Ríos

Miami.-
Al vicepresidente Dick Cheney le preguntaron en una entrevista si el gobierno haría cambios con respecto a Irak caso de perder las elecciones que se celebraron el pasado día 7 de noviembre, y el hombre respondió que no, porque esas decisiones no estaban sometidas ni a elecciones ni a encuestas. Por supuesto, después de la paliza que recibieron (uso palabras del propio presidente), éste hizo poco caso de lo que había dicho su vice e inmediatamente destituyó al secretario de Defensa Donald Rumsfeld, prometió los  vientos de un aire fresco y de una nueva dirección, y no botó al propio Cheney porque no puede, ya que no es un funcionario de dedo, sino elegido. Además, ya se sabía que la causa principal de la impopularidad del gobierno estaba en Irak, porque así lo revelaban las encuestas que siempre aciertan cuando son hechas por gente seria. Advertido de ello, George Bush previamente había puesto a funcionar un grupo especial encargado de estudiar y, después de las elecciones, presentar un informe con su análisis y alternativas a la política con respecto a la situación que ha creado la guerra en ese país. Al frente del mismo situó a los veteranos políticos retirados James Baker y Lee Hamilton, colocando previsoramente como uno de sus miembros al también fogueado Robert Gates, experto en seguridad nacional y ex director de la CIA, a quien preparaba para sustituir a Rumsfeld.
     Para comenzar cualquier análisis sobre las elecciones parciales del pasado martes día 7 de noviembre, hay que decir que de los 177 millones que se registraron como votantes fueron a las urnas cerca de un 45 por ciento. O sea, ya es común el fenómeno de la abstención masiva que permite controlar el poder político con una minoría. A la mayoría le importa poco lo que suceda y salga de una elección. Así acaba de pasar en Nicaragua donde Daniel Ortega conquistó el 38 por ciento del 70 por ciento que fue a votar, lo que significa un 27 por ciento del electorado. Es un escenario que se repite en Venezuela, en Perú, en Brasil, etcétera.
     El triunfo demócrata no significa una revolución ni mucho menos. Recuerden que les he dicho que Estados Unidos está gobernado por un partido único dividido en dos, fórmula que no ha de ser tan mala cuando ha permitido construir la nación más poderosa y la economía más grande del mundo y de la historia. Sin embargo, la arrogancia y testarudez que imperaba en la Casa Blanca desapareció no más saberse los resultados, dando paso a un amansado y cordial Bush que, a la vez que decapitaba a su más leal y dócil funcionario, se ofrecía sonriente para el diálogo con sus rivales. Sincrónicamente, la multimillonaria Nancy Pelosi-figura más importante en el liderazgo del Partido Demócrata, que se convertirá en lo que llaman “Speaker” (para nosotros, presidenta) de la Cámara de Representantes-aunque antes de las elecciones frecuentemente insultaba a Bush y amenazaba con enjuiciarlo si se ganaba la mayoría parlamentaria, se apresuraba a advertir que nada de enjuiciamientos ni de extremismos, apurándose a conversar amablemente y a tomarse fotos con el presidente. No conocen al Estados Unidos realmente existente los ingenuos que pensaban que los demócratas triunfantes iban a encender piras.
     La victoria demócrata, por lo tanto, no significa un viraje ideológico de 180 grados. Téngase en cuenta que los 200 representantes republicanos que han quedado, son más que los 192 que había cuando Ronald Reagan produjo aquel que si fue el verdadero vuelco de la revolución conservadora. Este Congreso seguro que no va a reponer el 70 por ciento de impuestos a los ricos que Reagan echó abajo ni va a anular el 60 por ciento de recortes que se hicieron a los programas de bienestar social en 1996, durante la presidencia de Bill Clinton. Los que acompañan a la Pelossi no pretenden aprobar una ley de control de armas y han recibido con los brazos abiertos a muchos que se oponen total o parcialmente a la agenda sobre la cuestión de los abortos. Y así por el estilo.
     Estos demócratas dominantes lo que están prometiendo son cosas como un aumento del salario mínimo, una ley sobre el problema de la inmigración que apoyan tanto Ted Kennedy como George Bush, reducción de intereses a los préstamos estudiantiles, financiar la investigación de las células troncales, autorizar que el gobierno federal negocie precios más bajos para los pacientes amparados por el Medicare, y, eso sí, una rectificación en el tratamiento del problema de Irak que no conlleva una “retirada precipitada”, como ha aclarado el propio Howard Dean, presidente del partido.
     Es que la derrota republicana se debe más a una crisis interna de la coalición de los dos grupos que los llevó al poder, que a la pugna entre los que aquí se identifican como conservadores y liberales. En realidad el conservadurismo mantiene su predominancia, pero, a grandes rasgos, en el seno de esa alianza, por un lado, se ha estremecido el apoyo de los conservadores sociales, cuya preocupación fundamental son los llamados valores morales, por la corrupción y los escándalos sexuales. Por el otro lado, se ha deteriorado el apoyo de los conservadores cuya preocupación fundamental está en lograr frugalidad económica y menos intervención gubernamental, es decir, menos gobierno y menos gastos, porque Bush y el actual Congreso con sus despilfarros internos y en Irak y Afganistán, han llevado a los mayores déficits en la historia del país. A eso se agrega la incompetencia demostrada en Irak al aplicar la grandiosidad que pretendieron para su política exterior. Ha sido la guerra en Irak, por lo tanto, la que hizo explosionar esa desilusión que frustró la confianza y la esperanza que esos conservadores depositaron en George W. Bush, su equipo y su parlamento.
     Estados Unidos como cualquier otra nación se va desarrollando por etapas que, en su caso, se distinguen por el predominio de uno de los dos partidos. Los titubeos del partido Republicano frente a la Gran Depresión cerraron una de esas etapas y dieron paso a la que inició Franklin D. Roosevelt con su política, fundamentalmente interna, del New Deal (Nuevo Trato) y su visión de que “al capitalismo hay que protegerlo de los capitalistas”, salvándolos de ellos al poner al Estado a financiar y a estimular la actividad económica que se había desplomado y a repartir parte de sus frutos. Ese período se extendió hasta los años 60, culminando con la “Gran Sociedad” de Lyndon B. Johnson que acuño al partido demócrata con la marca de ser el de los grandes programas sociales y los derechos civiles.
     A partir de Richard Nixon se empieza a dibujar el predominio de otra etapa que efectivamente puso en marcha Ronald Reagan, virando la atención de la demanda para la oferta, cuyo aspecto principal es la rebaja de impuestos para que haya más capital, afectando, por supuesto, ventajas adquiridas por la población. No importa que en medio de ambas etapas haya habido gobiernos del partido contrario, porque los ocho años de Ike Eisenhower no alteraron la tendencia del predominio liberal, y Bill Clinton, gobernando entre los dos Bush, no hizo sino reforzar la orientación conservadora.
     Esta ganancia demócrata de ahora puede ser el primer síntoma de la senectud de una época, pero no estamos todavía ante una moribunda. Más que un triufo demócrata, puede ser una derrota de Bush. Newt Gingrich, el personaje que dirigió la toma del Congreso por los republicanos en 1994, plantea que se debe esperar a ver si lo que sale de este éxito electoral es el partido Demócrata de Nancy Pelusi y Howard Dean o el partido Demócrata de Hillary y Bill Clinton. Hillary, por su parte, encomia la vitalidad promisoria del centrismo.
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